En el presente ensayo me propongo hacer algo que hoy en día
está muy mal visto: mezclar (no confundir) el arte con la política.
Estas dos irrenunciables actividades humanas se convirtieron en
prioritarias con el paso del mito al logos, es decir, cuando en la
antigua Grecia la humanidad se tomó la molestia de organizar la
vida en común mediante la argumentación racional y no a través
de los tradicionales relatos asumidos sin crítica. De hecho, la tragedia griega es la
expresión más acabada de la relación entre arte y política; sin
embargo, en la actualidad incurrimos en la extravagante
contradicción de hacer de los temas políticos un asunto privado y
del arte una mera cuestión de gusto. La paradójica consecuencia
de este proceso es la conversión de la cultura en el más “noble
sustituto de la política”, al menos así es como piensa Wolf
Lepenies, sociólogo prusiano al que sorprendió descubrir que esta
teoría suya que él creía exclusiva de Alemania había sido utilizada
por Hans Magnus Enzensberg, no para referirse a ese país de
“poetas y pensadores” idealistas, sino a España.
La unidad entre política y ética que para los antiguos griegos era
indiscutible se disolvió, pero el arte siguió mostrando los rostros
del poder y de la moral dominantes en cada época. Los
monumentos civiles ofrecen un panorama de la evolución política
de los Estados desde el punto de vista de los vencedores que se
presentan a sí mismos como ideal de justicia y belleza. Como se verá más adelante, el arte también modeló los dogmas religiosos dependiendo de los intereses imperantes o según las distintas culturas y condiciones naturales. La Biblia no dice que el fruto prohibido fuese la manzana que tanta discordia había provocado en la mitología griega, lo que
ha diversificado sus representaciones. Miguel Ángel prefirió
el sugerente higo para simbolizarlo en la decoración de la Capilla Sixtina, siendo el propio Adán quien ante tanta complejidad iconográfica decide cogerlo del árbol por sí mismo sin mediación alguna de la mujer. En este sentido,
la propuesta de Lepenies supone un aislamiento místico que aquí
intentaré combatir, por más convencido que me encuentre de
que hay cuestiones que solo se pueden comprender en música y de que
entre trabajadores, intelectuales y
artistas hay una distancia que no siempre se quiere ni se
puede salvar.
Como vemos, las implicaciones epistemológicas, políticas y
sociales del arte desbordan los límites de lo puramente bello. Por
lo general, la manipulación que el poder ha ejercido sobre el arte
y la cultura para premiar y condenar a su antojo podía ser
destapada con argumentos que, más o menos, eran accesibles a
todos. Sin embargo, la confusión actual entre el mundo real y el
virtual afecta incluso a nuestra propia capacidad de pensar. Mi
intención es que no creamos ver apacibles molinos donde en
realidad hay gigantes, evitando así que el pasado y sus leyendas
se conviertan en destino. Para lograrlo ofreceré un enfoque de la
cultura favorable a quienes fueron arrojados al fondo de la
historia mientras contemplaban las imágenes artísticas con mirada
fascinada y luego tan desengañada y apenada como la del anciano
En la puerta de la eternidad (1890), de Van Gogh o la Sirvienta
en azul, de Chaim Soutine. Según Edgar Allan Poe, deberíamos
prestar más atención a los “breves registros de los miserables que
murieron en prisión, en el manicomio o en galeras que a las
biografías de «el bueno y el grande»”.
No le faltaba razón a Juan de Mairena cuando pedía a sus
alumnos que conociesen la historia de España, pero añadiendo
que “no creáis que la esencia española os la puede revelar su
pasado...un pueblo es siempre una empresa de futuro"
(Antonio Machado). Para contribuir a ello, el ensayista debe
reunir ciencia, arte y opinión a fin de ofrecer sus mejores
argumentos sobre unos temas acerca de los que ni él ni nadie tiene
la última palabra. El ensayista aspira a la verdad mediante el
intercambio de razonamientos y sometiendo a crítica tanto sus
tesis como las ajenas, pero nunca tratando de “dar lecciones” o
de “dejar sin palabras” a quienes piensan de manera distinta como
suelen hacer a diario ciertos mequetrefes a los que el poder de los
medios de comunicación y el generalizado desinterés por la lectura han convertido en sumos intérpretes del presente y del
pasado. Los falsos literatos y los asnos que exhiben orgullosos
su genealogía formada por varias generaciones de burros en
las Asnerías, de Goya se han vuelto a poner de moda.
Si como afirma la fotógrafa Gisele Freund, el llamado ojo
imparcial de la lente viene determinado “por el punto de vista del
fotógrafo y las demandas de sus patrocinadores”, no menos distorsión de la realidad cabe esperar de la representación
artística. Ni las imágenes son desinteresadas ni asistimos al fin de
las ideologías que dieron y siguen dando contenido a las obras de
arte para producir significados compartidos o para fabricar
poderes míticos y épocas idílicas cuya promesa de retorno acaba
condicionando el propio devenir histórico.
Los escépticos rechazaron las representaciones artísticas y es
posible que todas las interpretaciones de la cultura y de la
sociedad sean parciales e incompletas. Sin embargo, los
poderosos, próceres o traficantes de esclavos, no solo han tenido y
siguen teniendo más conciencia de clase que los sometidos, sino
también más recursos para naturalizar su versión de los hechos,
imponer sus rituales y exhibir de manera deformada las
tesis rivales. Identificamos antes el contenido ideológico de un
mural de Diego Rivera que el de las estatuas sagradas, los
capiteles románicos, los retratos de corte, los anuncios
publicitarios o la imagen de marca de los actuales iconos del
capitalismo financiero cuya veneración nada tiene que
envidiar a la de aquellos otros iconos que se procesionaban en
el Monte Athos. Una reunión de hombres fumando y bebiendo
alrededor de la mesa puede ser una alegoría de la virtud
contemplativa si son elegantes burgueses como los retratados por
Viggo Johansen o una simple panda de holgazanes que acabaran a
mamporros si se trata de trabajadores. No digamos ya si los
personajes son mujeres en la barra de un bar. Los pobres no
pueden aparecer ociosos porque su deber es ir a la guerra para
defender la patria o trabajar al servicio de quienes han heredado
una elevada posición social. Incluso un modesto grupo de hijos de obreros que tiene la insolencia de aprender solfeo en una humilde escuela pública
(Lección de canto, Nikolay Bogdanov-Belsky) nos resulta más
político que una clase particular de piano ofrecida en el interior de
una elegante mansión burguesa o aristocrática (Lección de piano,
Edmund Leighton). Por los mismos motivos llamamos Belle
Époque a una época tan injusta (y desde muchos puntos de
vista tan fea) como la comprendida entre el último tercio del
siglo XIX y el estallido de la I Guerra Mundial.
Según San Agustín, signum est enim res praeter speciem,
quam ingerit sensibus, aliud aliquid ex se faciens in
cogitationem venire. (el signo va más allá de lo que se nos
muestra ante los sentidos provocando que otra cosa llegue a
nuestra mente). De hecho, una de las funciones más antiguas de
las imágenes consiste en hacer presente lo que está ausente, ya se
trate de reyes a los que hay que obedecer, de dioses a los que
rendir culto, de personas fallecidas que han dejado un vacío en
nuestra vida o de la felicidad. Cada obra de arte es una forma de
ver el mundo cuyas entrañas o intenciones no siempre se captan a primera
vista. En ocasiones será el propio retratado quien no comprenda
lo que tiene ante sus ojos como ocurre con ciertos desnudos
psicológicos de Goya. También puede ser que la relación del
artista con el esperpento no resulte del todo consciente como en el caso de Ignacio Zuloaga. Al menos esa es la conclusión a la que
llegamos cuando contemplamos el retrato con fines épicos
que le hizo a José Millán-Astray o aquel otro que dedicó a
Franco en actitud gallarda con Cuelgamuros al fondo y que,
según Azorín, nos debería hacer “vibrar de emoción”. No menos
significativo resulta que su pintura “El Alcázar en llamas” (1938)
pretendiera ser una réplica al Guernica (1937), de Picasso.
Pierre Bourdieu llama habitus al conjunto de disposiciones
interiorizadas constituidas culturalmente y que dan forma a
nuestras percepciones, sentimientos y acciones. La cultura tiene
su origen en las relaciones de poder y sirve para reforzarlas, sobre
todo cuando se afirma la “igualdad de oportunidades” interpretativas o vitales ignorando que en las fauces sociales no
hay juego limpio, pero sí muchos pedestales demasiado
grandes para la estatua que soportan. El
lenguaje y el
ser no
se
pueden
pensar sin el tiempo ni el espacio que
dan
forma a las ideas y construyen
la
personalidad individual, por lo que quienes comenten cualquier manifestación cultural fuera de
contexto acabarán haciendo más ideología que historia. Este es el caso de los
libros de estética que se limitan a ofrecernos un cándido
reportaje meramente cronológico de obras o una descripción
de la psicología del artista sin relación con su entorno social y
económico. La visión metafísica del arte por el arte pretende
convertir el medio en un fin con el objetivo de legitimar la
máscara que usan las élites para decorar sus privilegios y
convencernos de los beneficios que la desigualdad supone para el
conjunto de la sociedad. El resultado es que nos acabamos
identificando de forma acrítica con los retratados y reducimos la
experiencia estética al gusto y a las cuestiones de estilo,
“perdiendo uno tras otro pedazos de la herencia de la
humanidad para empeñarnos en la casa de préstamos por la
centésima parte de su valor, a cambio de la calderilla de lo
actual” (Walter Benjamin). Richard Wollheim acierta cuando dice que “mirar el interior” de un cuadro exige pasar una
hora aproximadamente delante de él para despojarlo de todos
los prejuicios e ideas equivocadas que lleva asociadas. Es
verdad que una vez depurado de teatralidad ideológica o
emocional deberemos observarlo hasta que revele su verdadero
contenido, pero sabiendo que tampoco este es ni debe ser
aséptico.
A
estas alturas no es necesario decir que el presente ensayo
recurre al materialismo histórico y a la dialéctica para desvelar
los misterios sociales de la imagen artística como producto del
trabajo de un artista que no es un ser ajeno a la realidad, evidencia cuya
comprensión no está reservada a los marxistas. Los Diálogos
de Platón nos muestran el surgimiento y desarrollo de las ideas a
partir del intercambio de argumentos a pie de calle; Gregorio de Niza
escribió en el siglo IV que el espíritu que produce en
nosotros el privilegio del habla no habría sido posible sin que
previamente las manos hubiesen liberado a nuestros labios de
“la pesada y penosa tarea de la nutrición” y Hölderlin se
refiere a nuestro ser social diciendo que “somos conversación”. El
arte y ser humano están en tan permanente conversación consigo
mismo y con su entorno como lo están los Diálogos de Platón, Don Quijote y Sancho Panza o
Jacques el fatalista y su amo. Sin embargo, la departamentalización
del saber pretende aislar la "ciencia estética" de unas
relaciones sociales ya de por sí escasamente científicas. Todos estamos de acuerdo en que donde hay sociedad hay arte, pero se suele olvidar que el arte no es como
los trípodes de Hefesto que sobre sus ruedas salen y entran
por sí solos de los templos y los palacios. La producción estética
tampoco hunde sus raíces en la naturaleza, sino que es el relato de su
época y si esta no se comprende tampoco se entienden sus
representaciones. La tragedia de Macbeth trata de la codicia, el
poder y la culpa, pero también sirvió para legitimar la corona
de Jacobo I como descendiente de Banquo.
Veneradas, profanadas, perseguidas o censuradas en las redes
sociales, las imágenes no son objetos inocuos, sino
condensaciones de procesos sociales presentes y pasados que las
hacen tan enigmáticas como la mercancía, forma elemental con la
que se inicia El Capital. La imagen estimula el deseo, la piedad o
el arrojo, pero también algo tan prosaico como el amor al
comercio en la bolsa de valores tan celebrada en la pintura
holandesa del siglo XVII. Más sutilmente, las distintas
versiones que el propio Tiziano llevó a cabo de su Venus
recreándose con el Amor y la Música son un ejemplo de la
influencia que el mercado comenzaba a ejercer en temas tan
aparentemente alejados del mismo como la desnudez o la
mitología clásica. Apacibles o perturbados, reaccionamos ante
los retratados como si fueran personas auténticas e incluso en
ocasiones creemos que son ellos quienes nos juzgan desde su
autoridad real o ficticia. Ya se trate de temas devocionales o
desnudos, de personajes que nos miran de frente o rehúyen
nuestra mirada, las imágenes ejercen una gran influencia sobre
quienes las contemplan, de ahí las guerras entre iconoclastas e
iconodóculos o que se recurra a ellas para sanar enfermedades
incurables o propagar utopías.
Las imágenes fueron un sustituto de las palabras cuando la gente
no sabía leer, por lo que es razonable que internet las haya consagrado como lengua oficial de un tiempo en el que hablar de
"neutralidad en la red" es un oxímoron y la verosimilitud de las
imágenes se ha hecho irrelevante. No todas las imágenes son arte,
pero tanto ellas como las palabras dan forma y contenido a las
ideas, de ahí su constante ideologización. La distancia entre
imagen y realidad se ha hecho tan grande que nuestro tiempo ya
no es el del ser, sino el del parecer. Sometidas a la propaganda
política y a la publicidad más insalubre, las imágenes y las palabras limpias que
un día nos aliviaron abriendo nuestro entendimiento se han
convertido en fetiches y en un obstáculo para la comprensión.
Según Leo Löwenthal, “la comunicación se ha hecho imposible”.