lunes, 26 de junio de 2023

ENSAYOS SOBRE CULTURA Y DESASOSIEGO. Prólogo al lector

Bellows George. NewYork,1911

 La cultura en sentido amplio lo abarca todo: poesía, armas químicas, cárceles, comidas de empresa o platillos volantes; pero aquí me conformaré con escribir sobre algunas de sus manifestaciones culturales e intelectuales. Ambas, juntas o por separado, han servido a las sociedades para poner orden y belleza en el caos que supone la vida en común, pero también para forjar una imagen sólida y bella del poder que implique o aplaste a quienes deben someterse a su magnificencia y prosperidad. La cultura y el pensamiento no solo son lo que aparentan, sino también la violencia con la que se han ido tallando a lo largo de la historia. Para Jacop Burckhardt, el Estado era una obra de arte y el lujoso atuendo con el que se exhibían los déspotas “no intentaba tanto satisfacer su propia vanidad personal como impresionar la fantasía popular”. La ancestral separación entre trabajo material y espiritual nos impide reducir las producciones artísticas a una cuestión de gustos o a una historia de los estilos, por lo que en esta segunda parte de Cultura y sociedad me seguiré ocupando de los contenidos económicos y políticos de ambos estudios. 
Quienes insistan en creer que el pensamiento y la cultura se sitúan por encima de la brutalidad cotidiana y el filisteismo se alejan de su plena comprensión. Entre estos idealistas abundan los sabios de profesión, herederos de aquellos otros mandarines para quienes Proust, Kafka o Pessoa solo eran escritores aficionados. Una mirada estrictamente formal de la Anunciación con San Emigdio, de Carlo Crivelli que prescindiese de su contenido ideológico sería tan falsa como disfrutar de una escena de caza sin trompas y sirvientes, es decir, sin esas cosas que un ciego y temerario impulso habían hecho creer a Descartes que existían fuera de él. Es cierto que el Renacimiento humanizó la cultura, pero a través de la pluma de quienes escribían en latín para que no les entendiese el vulgo como había ocurrido a lo largo de toda la Edad Media o mediante las conmovidas expresiones de los piadosos y emprendedores burgueses que, al igual que los escribas de los que nos previene el Evangelio (Marcos. 12,38-44), gastaban su dinero en enriquecer sus capillas, en ornamentar las calles o en practicar la limosna para mejorar su influencia dentro de la iglesia, escalar políticamente o justificar ante la sociedad sus actividades lucrativas contrarias a los preceptos cristianos que prohibían la usura. El confinamiento de lo sensible al mundo interior y el afán de ciertos “benefactores sociales” por esculpir su escudo de armas junto a los ideales humanistas ha hecho que el arte solo arroje sobre los dominados una mirada de mármol. 
 El ensayo es un género literario que no quiere ser como aquel retratista que, según Concepción Arenal solo sabía hacer perfiles. Al ensayo le sientan mejor las barricadas que las alambradas porque prefiere vivir abierto a la crítica entre la producción artística y la intelectual. El ensayo es argumentador, polemista y su materia es la reflexión personal, pero nunca la arbitrariedad, de ahí que se rebele contra el dominio de lo huero que nos hace tomar por extravagantes a quienes rechazan lo insustancial. En los textos siguientes abundan las referencias transversales porque, en mi opinión, tres de los problemas de la difusión cultural actual son su falta de causalidad, la reiteración de lo ya conocido y la incomunicabilidad entre las distintas “disciplinas”, no digamos ya entre estas y los puños crispados de la vida cotidiana en “donde ninguna mirada del Cielo penetra” (Las flores del mal, Baudelaire). La revolucionaria secularización del mundo que va del Renacimiento a la actual disolución de nuestra vida en las ilusiones de la mercancía, pasando por Descartes y la Ilustración, ha sustituido una metafísica por otra a fin de conservar las formas de dominación social. El individuo aparece en la historia moderna como sustancia que piensa, como espíritu que gobierna la máquina del cuerpo (Descartes). Poco importan quienes padecen la historia. Desde entonces, este proceso que Anselm Jappe denomina desencarnalización no ha dejado de avanzar, primero con la mónada aislada que forma parte del orden que dios a elegido como mejor de los mundos posibles y más elaboradamente con Kant: el ser humano es más forma que sustancia en sintonía con el predominio del valor de cambio frente al valor de uso. Por contra, cuando se ha antepuesto la esencia humana solo ha sido para revestir la realidad de idealismo haciendo prevalecer el alma frente al cuerpo, desmaterialización que supone un serio problema para quienes trabajan con él y carecen de tiempo para pensar.

  Y a Dios, que esto no es más de 
 darte la muestra del paño:
  si no te agrada la pieza, 
  no desenvuelvas el fardo. 
 
 Prólogo al lector, de Sor Juana Inés de la Cruz

viernes, 10 de septiembre de 2021

Introducción a "PRAXIS. Trabajo y socialismo"

 

Si llegado el momento de tener que abandonar el mundo alguien me preguntara por los seres humanos diría que me despido perplejo por lo que me ha parecido una extraña forma de vida. La desigualdad en la que conviven, su falta de libertad, lo rudimentarias que son sus maneras de existir y el desmedido poder que la jerarquía laboral otorga a determinados individuos sobre la vida de sus subordinados al margen de cualquier otra cualidad intelectual o moral son hechos que nunca dejaron de impresionarme. Si problemas de tiempo me obligaran a abreviar aún más me limitaría a tres palabras: división del trabajo. En caso de que mi interlocutor me pidiese algún consejo al respecto y sin abusar de su paciencia, añadiría que los instrumentos de navegación que más me han ayudado a determinar mi posición en el mapa y a elegir el rumbo a seguir han sido el marxismo y el arte. Respecto a lo primero, materialismo y dialéctica han alumbrado mi camino por entre los hechos que forjan el pensamiento, plenamente convencido de que los acontecimientos que integran la realidad se nos presentan de forma tan categórica como contradictoria y entrelazada, motivo por el que cualquier teoría que los trate de explicar como fenómenos aislados o bien está equivocada o encubre un fraude. En relación a lo segundo, me sentiría en el deber de informar a mi contertulio de que pese a que no tengo ninguna duda acerca de que la estructura que da soporte a la sociedad es de carácter económico, creo también que entre sus huecos circula un tipo de aire esencial que dada su capacidad para suavizar el ser y enriquecer la existencia conviene cultivar: el arte. Todo ello sin olvidar un Eros cada vez más dañado y traicionado por el capitalismo. 
 Los derechos se suelen reunir en dos grandes grupos: el de los civiles y políticos por un lado y el de los económicos, sociales y culturales por otro. Las relaciones entre ambas familias no han sido siempre cordiales, incluso en ocasiones parece que lo que es bueno para una no lo es tanto para la otra. Los miembros de la segunda son los parientes pobres y como tales siempre han recibido peor trato que su distinguida parentela, pero en la actualidad, tanto a unos como a otros no les van bien las cosas. Lo que pueda decir acerca de la caída en desgracia de los llamados por unos “derechos de segunda generación” y por otros “derechos positivos”, de la “libertad” sin igualdad o de la “democracia” de mercado trataré de hacerlo en el capítulo dedicado al siglo XX, pero ahora me quiero referir brevemente a uno de los más ilustres miembros de la familia más pudiente: la “libertad de expresión” o lo que se vende como tal. Los derechos y libertades no solo se pueden abolir a través de su poco elegante derogación expresa por vía legislativa, sino también banalizando su contenido, o si se prefiere, mediante su idiotización. Una sociedad en la que prevalece el trabajo abstracto sobre el concreto y el valor de cambio frente al valor de uso, o lo que es lo mismo, una sociedad basada en la producción de mercancías, no puede hacer de los derechos otra cosa que un objeto para el comercio. El más vendido es uno de los más vulnerados, el que se anuncia con el nombre de “libertad de expresión”, fácil de lastimar, pero muy útil en tiempos en los que no hay nada racional que decir. Hablar y escuchar fueron el punto de partida de la civilización, pero interrumpir la mudez, condición necesaria para escuchar la Misa en si menor, de Bach o para leer a Marcel Proust, requiere que lo que vayamos a contar sea algo, cuando menos, tan valioso como ese patrimonio de la humanidad en vías de extinción que es el silencio. Para Hegel, la filosofía y el arte captan en ideas el mundo material de cada época, proyectando la realidad social de forma “personal”. El disfrute de ciertas cumbres del arte se ha convertido en verdadera insubordinación frente a la industria de la pseudocultura cuyos vertiginosos flujos de imágenes y gestos, pese a su neutral apariencia, son portadores de una agresiva ideología que invade tanto los espacios públicos como los privados. Es lo que Gunter Anders llamó analfabetismo post-literario o “iconomanía” que nos dispersa y aleja de la comprensión contextualizada. 
 Los derechos que los trabajadores tienen en un determinado ordenamiento jurídico aparentan ser los Derechos de los Trabajadores en letra mayúscula, es decir, los del ser humano mismo. Sin embargo, ni estos derechos son iguales para todos los trabajadores de un mismo Estado ni la realidad de las relaciones laborales es tan aséptica como la describe un ordenamiento jurídico cuya función es hacer funcionar ordenadamente el sistema de producción. "El derecho capitalista del trabajo" (Antoine Jeammaud) garantiza que la fuerza de trabajo siga haciendo girar la rueda del capital, por más que en su elaboración participe una élite sindical cuyo interés corporativo es el de quienes trabajan en la Administración o en la gran empresa, pero no el de los trabajadores más desfavorecidos.  Todo clásico despierta tan encendidas pasiones como abundancia de ideas aporta al conocimiento general. Este debe ser el motivo por el que ciertas interpretaciones del marxismo, pese a compartir padre fundador, suelen dar origen a escuelas rivales cuyo parentesco con la fuente invocada más parece obra de la locura que del genio. Problema distinto es el de quienes las suscriben o rechazan sin ni tan siquiera haber tenido tiempo de leerlas. La falta de conocimiento directo frustra toda crítica razonable, ya se trate de la obra de Marx o de la de cualquier otro autor, pero es en el caso del de Tréveris donde mejor prospera la nigromancia. No nos engañemos, la comprensión cabal de El Capital no es tarea fácil. Que “Das Kapital” no se lee tan cómodamente como el Manifiesto Comunista es una vieja dificultad con la que se encontraron quienes trataron de trasladar al movimiento obrero una teoría elaborada fuera del mismo e incluso ciertos intelectuales que, por unas razones o por otras, se propusieron conocer su auténtico significado, entre ellos Plejánov, Kautsky, Bujarin e incluso el propio yerno de Marx: Paul Lafargue. Si a esta complejidad teórica añadimos que en dicho texto las palabras no siempre expresan su contenido usual, así como la irreverente intención revolucionaria de su autor, estaremos en condiciones de comprender los motivos por los que buena parte de sus seguidores y detractores presumen de serlo sin ni tan siquiera haberse introducido en el imprescindible Libro Primero de tan voluminosa como controvertida obra. Algunas de estas fobias y filias, aquejadas en ocasiones de cierto romanticismo, se apoyan en lamentables exégesis llevadas a cabo por consejeros delegados cuando no en un descerebrado “sentido común” para cuya tosca forma de “pensamiento” las estrellas están inmóviles, la Tierra es plana y es el Sol el que gira alrededor de ella. Por suerte esto es algo que solo ocurre con la obra de Marx y no con la teoría de la relatividad, con la Crítica de la Razón Pura o con la pintura del Quatroccento. Lenin lo expresó de forma sencilla y breve: “el idealismo inteligente está más cerca del materialismo inteligente que el materialismo estúpido”. Sutilezas filológicas aparte, buena culpa de estos malentendidos la tienen quienes han popularizado una “biblia pauperum”, una “ideología” de manual, vulgarizada y muy empobrecida mediante imágenes y aforismos descontextualizados o “recreados”, que ignoran no solo la letra, sino también la intención y la forma de escribir de su autor. Algo parecido llevó a decir al propio Marx que si el marxismo era lo que por tal cosa se entendía en Francia, entonces, él, no era “marxista”. Con este miedo a Marx salimos perdiendo todos: por una parte quienes se privan de sólidos argumentos -que los hay- con los que atacar eficazmente los flancos más vulnerables de su legado y por otro, quienes desde dentro, dan la espalda a la fecunda dialéctica crítica que tan ardorosamente defendieron tanto él como Engels. Es cierto que el marxismo ha conocido tiempos mejores, pero el hecho de que reaparezca cuando las cosas van mal al capitalismo es algo que debe alentarnos, entre otras cosas porque sus crisis son cada vez más frecuentes, profundas y duraderas. Como se verá más adelante, el capitalismo que vivió Marx ha cambiado en muchos aspectos, el suyo era un sistema de “libre competencia” (por más que el capitalismo lo que hizo fue acabar con ella), anterior al capitalismo monopolista (creyó que los monopolios eran restos de feudalismo) y también a lo que se conoce como segunda revolución industrial. En lo político tampoco asistió a la generalización de los sistemas democráticos, sin embargo, dos guerras mundiales después, las contradicciones del “libre mercado” son mayores que cuando se escribió El Capital: la más concienzuda crítica “a la economía política” conocida, por más que Luis Bonaparte ya no siga gobernando en Francia o que algunas de las cosas que en su tiempo fueron sólidas se hayan “desvanecido en el aire”. Es evidente que hubo una proliferación de trabajadores en el sector terciario y que cambiaron muchas penalidades, pero el contenido esencial de la obra de Marx, pese a las escasas aportaciones de sus continuadores, no solo no ha caducado, sino que con el paso del tiempo se ha hecho más “inteligible” de lo que lo era para sus contemporáneos, especialmente en temas como la mundialización del capital o su polarización en los términos expuestos en la “Ley General de Acumulación Capitalista”.
 La burguesía «ha ahogado los temblores sagrados del éxtasis, del entusiasmo caballeresco, del sentimentalismo pequeño-burgués en las aguas heladas del cálculo egoísta. Ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio; ha substituido a las numerosas libertades tan caramente conquistadas por la única e impiadosa libertad del comercio». (Manifiesto Comunista
 Los trabajadores ya no son aquellos proletarios que no tenían otra cosa que perder más que sus cadenas, pero los niveles alcanzados por el saber, la ciencia y la tecnología, hacen aún más contradictorio el hecho de que no solo el robo de tiempo de trabajo siga siendo “la base miserable” (Marx) sobre la que se asienta la riqueza material de la sociedad de clases, sino que desde la Revolución Industrial y postindustrial dediquemos al trabajo más tiempo que en ninguna otra época, desplazamientos incluidos. Según Anselm Jappe, “incluso después de la introducción de la semana de 40 horas, en las  sociedades modernas trabajamos más que los esclavos o los siervos...para los cuales la luz o las estaciones constituían un límite a la explotación”. Los salarios de “pobreza en medio de la abundancia”, la consideración de los gobiernos como brazo político de los consejos de administración de las grandes empresas, las horas extras no retribuidas o el recorte de las vacaciones pagadas no requieren mayor explicación para ninguno de nuestros contemporáneos. Tampoco debemos menospreciar la enorme capacidad de Marx para descubrir otras tendencias futuras del capitalismo tales como una globalización que solo recientemente ha logrado hacerse visible para nosotros e incluso la gran contradicción capitalista que supone hacer depender la riqueza del tiempo de trabajo mientras que este se reduce por un desarrollo tecnológico inimaginable en el siglo XIX, fenómeno con el que “se desploma la producción fundada en el valor de cambio”, haciendo que disminuya el tiempo de trabajo necesario “para incrementarlo en su forma de plustrabajo” ( K. Marx. “Contribución a la crítica de la economía política”). 
 No le faltaba razón a Henri Lefebvre cuando afirmaba que era imposible comprender nuestro tiempo sin partir del marxismo. Hoy, más que en tiempos de Metternich y Guizot, las contradicciones a que da lugar la valorización del trabajo, entendido como producción para el cambio y no para el uso, han disparado la facultad del capitalista para especular a escala planetaria con necesidades básicas como la vivienda, la salud o los alimentos. Si pese a la constante pérdida de empleos en todos los sectores, el fanatismo del trabajo mantiene tan anacrónica buena salud, solo se debe a su utilidad como medio de control social y a su contribución a la caída de los costes salariales incentivada por la feroz competencia que su escasez impone entre quienes necesitan hacerse con alguno de los cada vez peor pagados puestos de trabajo como única forma de salir adelante. Por otro lado, el autoexplotado “homo oeconomicos”, que se vuelve contra sí, cegado no por la pasión de la libertad, sino por la inculcada codicia que le esclaviza, es una regresión antropológica que ha interiorizado el afán -antes impuesto- de prolongar la jornada laboral más allá de los límites necesarios. Al menos Vespasiano no competía consigo mismo cuando censurado por su hijo tras haberse lucrado con las letrinas públicas, acercó una moneda a la nariz de su vástago y dijo: “Pecunia non olet”. 
Ya sea en su forma milenarista arcaica, utópica o “científica”, el socialismo trató de recuperar la filosofía política como eje de la conducta cotidiana con la intención de paliar o abolir la explotación, investigar sus causas y ofrecer soluciones. Unas veces con mirada cándida y otras subversiva, algunos burgueses preocupados por la justicia social se fijaron en aquella masa indiferenciada y maltratada de trabajadores harapientos que solo eran tomados en cuenta para ser explotados o enviados a la guerra por intereses contrarios a los que les eran propios. En esta “famélica legión” quisieron ver la última clase social de la historia, aquella que al no poseer nada, haría del triunfo de su revolución el de toda la humanidad, siendo solo a partir de esa victoria cuando, según Marx, sería posible entrar en la verdadera “Historia” con mayúsculas, aquella de la que lo ocurrido hasta entonces no habría sido más que una pesadilla: una siniestra, pero necesaria “Prehistoria” en la que muchos se han perdido buscando los caminos que conducen a la libertad. 
 No voy a robarles mucho tiempo contando lo que ya saben, es decir, que estas optimistas previsiones políticas no se han consumado. Tampoco insistiré en los motivos por los cuales la Revolución Francesa, en tanto que revolución burguesa, generalizó los derechos civiles y políticos en detrimento de los sociales y económicos: el humanismo burgués es de clase y no ecuménico. La burguesía antepone los intereses bancarios a sus propios principios políticos como lo demostró aliándose con el semifeudalismo de Bismarck o con la dictadura de Napoleón III. 
Es cierto que el capitalismo emancipó a los trabajadores de las relaciones feudales y de las fantasmagóricas supersticiones de difícil digestión que le precedieron, pero eso no nos autoriza a escribir la palabra “libertad” en donde no hay más que coacción por parte de quienes no solo dicen mandar sobre vidas ajenas, sino que para convencernos de que es así, logran acuerdos a nuestras espaldas con los gobernantes, los jueces y la policía. La obra de Eugène Buret; la “Historia del movimiento obrero”, de Dolleans; “La situación de la clase obrera en Inglaterra”, de Engels; los trabajos sociales, de Bierdermann; el “Estudio de la condición física de los trabajadores del algodón, la lana y la seda”, del médico francés Villermé o la fotografía de Lewis Hine, así lo atestiguan. Sin embargo, los elegantes espejos cubrían paredes enteras y solo reflejaban a la gente limpia y bien vestida que se miraba en ellos. La armonía social teatralizada en la refinada iconografía de la democracia burguesa alcanzó tales cotas de distinción y buen gusto que apenas si dejaba ver la bochornosa realidad que ocultaba tras la escogida decoración de sus tapices. Tanto ayer como hoy, la libertad abstracta perpetúa la desigualdad real, o lo que es igual: la democracia es incompatible con la ley del mercado, con la primacía del trabajo abstracto sobre el trabajo concreto y con la jerárquica división del trabajo, ya sea en el capitalismo o en la extinta Unión Soviética. 
 Nos guste o no, el capitalismo tiene un reverso y este ha sido derrotado en todos los frentes. El debate político se reduce a una sana cuestión de gusto, de afectos y sobre todo de negocio. Gracias a las empresas tecnológicas que "democratizan" la vida, posmodernidad y posmarxismo parecen una misma cosa. Unas veces la "sensata" consideración de la sociedad como asociación de consumidores y otras la conmovedora benevolencia con la que las buenas personas quieren cerrar las viejas heridas de la lucha de clases coinciden en presentarnos el marxismo como algo que ni tan siquiera puede ser imaginado: sencillamente, el problema no existe. Siempre ha habido personas para las que el dominio del capital sobre el trabajo no representa ningún problema, incluso entre la propia clase obrera, pero lo peor es la inquietante sublimación que en la actualidad está adoptando el malestar causado por la miseria de quienes sacrifican sus vidas por un empleo. La teoría crítica se desplaza al reconocimiento de los derechos de los homosexuales, los inmigrantes, las minorías étnicas, los recluidos en prisiones o sanatorios e incluso de los animales al más viejo estilo de Foucault. Pero en la actualidad sigue habiendo trabajadores sobre los que recae un sinfín de prejuicios, incluso entre la propia clase obrera cuyas organizaciones los desprecian por la escasa rentabilidad política y económica que les reportan. Estos excluidos de los grandes consensos sociales son asalariados que trabajan solos, sin posibilidad de organizarse y que al estar privados de facto del derecho a la huelga e incluso de la negociación colectiva se ven abocados a aceptar las condiciones laborales que sus empresarios les imponen. Su derecho laboral es el mínimo inderogable fijado a nivel nacional, pero en su realidad manda la ley del más fuerte y se sienten apátridas. Ellos aspiran a "tener derecho a tener derechos", ni saben ni pueden tomar la palabra y todas esas mejoras de las que se van rodeando los funcionarios o los empleados de las grandes empresas les parecen de otro mundo. Se trata de trabajadores subalternos abandonados a su suerte, denigrados e infravalorados socialmente que reciben los salarios más bajos y que soportan a diario todo tipo de chantajes y descalificaciones. El capitalismo ha sido muy hábil fragmentando la unidad de la clase obrera, pero la humillación y los agravios crean en los barrios marginales un clima "particularmente susceptible a la propaganda antidemocrática" como le ocurre al "individuo potencialmente fascista" descrito por la primera generación de la Escuela de Frankurt. Si el trabajo pierde su sentido, también lo pierden la vida y la sociedad.
 Según Lenin, el comunismo debe llevar a la sociedad “a la supresión de la división del trabajo, a la educación, la instrucción y la formación de hombres multifacéticamente desarrollados y preparados, con aptitudes para todo. Hacia eso va el comunismo, debe ir, y llegará”. La división del trabajo es lo opuesto al desarrollo integral del ser humano y solo podrá ser abolida cuando el análisis social deje de hacerse desde un planteamiento que la naturaliza. En mi opinión, el materialismo histórico es la mayor contribución que jamás se haya hecho a la comprensión del mundo social, a la “carne y la sangre” de que se reviste el “fantasma de la máquina”; pero para seguir siendo útil debe evitar convertirse en una escolástica. “El marxismo vivo es heurístico” (Sartre) y sus conceptos abiertos nunca se deben cerrar. Ni mecanicista, ni lineal ni puro; una vez agotadas todas las vulgares apelaciones posibles al materialismo histórico -algo a lo que el propio Engels ya había dado carpetazo-, seguir negando la influencia que el modo de producción ejerce “en última instancia” sobre lo que acontece, en la forma en que lo hace y en la perpetuación de la división del trabajo, constituye una grotesca ofensa a todos los humillados por la “esclavitud moderna” que el capitalismo impone como forma de ganarse la vida a la mayoría de las mujeres y hombres, entre los cuales se encontraron los dos dedicatarios de este libro.

sábado, 31 de octubre de 2020

Introducción a "Cultura y sociedad 1"




En el presente ensayo me propongo hacer algo que hoy en día está muy mal visto: mezclar (no confundir) el arte con la política. Estas dos irrenunciables actividades humanas se convirtieron en prioritarias con el paso del mito al logos, es decir, cuando en la antigua Grecia la humanidad se tomó la molestia de organizar la vida en común mediante la argumentación racional y no a través de los tradicionales relatos asumidos sin crítica. De hecho, la tragedia griega es la expresión más acabada de la relación entre arte y política; sin embargo, en la actualidad incurrimos en la extravagante contradicción de hacer de los temas políticos un asunto privado y del arte una mera cuestión de gusto. La paradójica consecuencia de este proceso es la conversión de la cultura en el más “noble sustituto de la política”, al menos así es como piensa Wolf Lepenies, sociólogo prusiano al que sorprendió descubrir que esta teoría suya que él creía exclusiva de Alemania había sido utilizada por Hans Magnus Enzensberg, no para referirse a ese país de “poetas y pensadores” idealistas, sino a España.
 La unidad entre política y ética que para los antiguos griegos era indiscutible se disolvió, pero el arte siguió mostrando los rostros del poder y de la moral dominantes en cada época. Los monumentos civiles ofrecen un panorama de la evolución política de los Estados desde el punto de vista de los vencedores que se presentan a sí mismos como ideal de justicia y belleza. Como se verá más adelante, el arte también modeló los dogmas religiosos dependiendo de los intereses imperantes o según  las distintas culturas y condiciones naturales. La Biblia no dice que el fruto prohibido fuese la manzana que tanta discordia había provocado en la mitología griega, lo que ha diversificado sus representaciones. Miguel Ángel prefirió el sugerente higo para simbolizarlo en la decoración de la Capilla Sixtina, siendo el propio Adán quien ante tanta complejidad iconográfica decide cogerlo del árbol por sí mismo sin mediación alguna de la mujer. En este sentido, la propuesta de Lepenies supone un aislamiento místico que aquí intentaré combatir, por más convencido que me encuentre de que hay cuestiones que solo se pueden comprender en música y de que entre trabajadores, intelectuales y artistas hay una distancia que no siempre se quiere ni se puede salvar. 
Como vemos, las implicaciones epistemológicas, políticas y sociales del arte desbordan los límites de lo puramente bello. Por lo general, la manipulación que el poder ha ejercido sobre el arte y la cultura para premiar y condenar a su antojo podía ser destapada con argumentos que, más o menos, eran accesibles a todos. Sin embargo, la confusión actual entre el mundo real y el virtual afecta incluso a nuestra propia capacidad de pensar. Mi intención es que no creamos ver apacibles molinos donde en realidad hay gigantes, evitando así que el pasado y sus leyendas se conviertan en destino. Para lograrlo ofreceré un enfoque de la cultura favorable a quienes fueron arrojados al fondo de la historia mientras contemplaban las imágenes artísticas con mirada fascinada y luego tan desengañada y apenada como la del anciano En la puerta de la eternidad (1890), de Van Gogh o la Sirvienta en azul, de Chaim Soutine. Según Edgar Allan Poe, deberíamos prestar más atención a los “breves registros de los miserables que murieron en prisión, en el manicomio o en galeras que a las biografías de «el bueno y el grande»”.
 No le faltaba razón a Juan de Mairena cuando pedía a sus alumnos que conociesen la historia de España, pero añadiendo que “no creáis que la esencia española os la puede revelar su pasado...un pueblo es siempre una empresa de futuro" (Antonio Machado). Para contribuir a ello, el ensayista debe reunir ciencia, arte y opinión a fin de ofrecer sus mejores argumentos sobre unos temas acerca de los que ni él ni nadie tiene la última palabra. El ensayista aspira a la verdad mediante el intercambio de razonamientos y sometiendo a crítica tanto sus tesis como las ajenas, pero nunca tratando de “dar lecciones” o de “dejar sin palabras” a quienes piensan de manera distinta como suelen hacer a diario ciertos mequetrefes a los que el poder de los medios de comunicación y el generalizado desinterés por la lectura han convertido en sumos intérpretes del presente y del pasado. Los falsos literatos y los asnos que exhiben orgullosos su genealogía formada por varias generaciones de burros en las Asnerías, de Goya se han vuelto a poner de moda. 
Si como afirma la fotógrafa Gisele Freund, el llamado ojo imparcial de la lente viene determinado “por el punto de vista del fotógrafo y las demandas de sus patrocinadores”, no menos distorsión de la realidad cabe esperar de la representación artística. Ni las imágenes son desinteresadas ni asistimos al fin de las ideologías que dieron y siguen dando contenido a las obras de arte para producir significados compartidos o para fabricar poderes míticos y épocas idílicas cuya promesa de retorno acaba condicionando el propio devenir histórico.
 Los escépticos rechazaron las representaciones artísticas y es posible que todas las interpretaciones de la cultura y de la sociedad sean parciales e incompletas. Sin embargo, los poderosos, próceres o traficantes de esclavos, no solo han tenido y siguen teniendo más conciencia de clase que los sometidos, sino también más recursos para naturalizar su versión de los hechos, imponer sus rituales y exhibir de manera deformada las tesis rivales. Identificamos antes el contenido ideológico de un mural de Diego Rivera que el de las estatuas sagradas, los capiteles románicos, los retratos de corte, los anuncios publicitarios o la imagen de marca de los actuales iconos del capitalismo financiero cuya veneración nada tiene que envidiar a la de aquellos otros iconos que se procesionaban en el Monte Athos. Una reunión de hombres fumando y bebiendo alrededor de la mesa puede ser una alegoría de la virtud contemplativa si son elegantes burgueses como los retratados por Viggo Johansen o una simple panda de holgazanes que acabaran a mamporros si se trata de trabajadores. No digamos ya si los personajes son mujeres en la barra de un bar. Los pobres no pueden aparecer ociosos porque su deber es ir a la guerra para defender la patria o trabajar al servicio de quienes han heredado una elevada posición social. Incluso un modesto grupo de hijos de obreros que tiene la insolencia de aprender solfeo en una humilde escuela pública (Lección de canto, Nikolay Bogdanov-Belsky) nos resulta más político que una clase particular de piano ofrecida en el interior de una elegante mansión burguesa o aristocrática (Lección de piano, Edmund Leighton). Por los mismos motivos llamamos Belle Époque a una época tan injusta (y desde muchos puntos de vista tan fea) como la comprendida entre el último tercio del siglo XIX y el estallido de la I Guerra Mundial. 
Según San Agustín, signum est enim res praeter speciem, quam ingerit sensibus, aliud aliquid ex se faciens in cogitationem venire. (el signo va más allá de lo que se nos muestra ante los sentidos provocando que otra cosa llegue a nuestra mente). De hecho, una de las funciones más antiguas de las imágenes consiste en hacer presente lo que está ausente, ya se trate de reyes a los que hay que obedecer, de dioses a los que rendir culto, de personas fallecidas que han dejado un vacío en nuestra vida o de la felicidad. Cada obra de arte es una forma de ver el mundo cuyas entrañas o intenciones no siempre se captan a primera vista. En ocasiones será el propio retratado quien no comprenda lo que tiene ante sus ojos como ocurre con ciertos desnudos psicológicos de Goya. También puede ser que la relación del artista con el esperpento no resulte del todo consciente como en el caso de Ignacio Zuloaga. Al menos esa es la conclusión a la que llegamos cuando contemplamos el retrato con fines épicos que le hizo a José Millán-Astray o aquel otro que dedicó a Franco en actitud gallarda con Cuelgamuros al fondo y que, según Azorín, nos debería hacer “vibrar de emoción”. No menos significativo resulta que su pintura “El Alcázar en llamas” (1938) pretendiera ser una réplica al Guernica (1937), de Picasso.
 Pierre Bourdieu llama habitus al conjunto de disposiciones interiorizadas constituidas culturalmente y que dan forma a nuestras percepciones, sentimientos y acciones. La cultura tiene su origen en las relaciones de poder y sirve para reforzarlas, sobre todo cuando se afirma la “igualdad de oportunidades” interpretativas o vitales ignorando que en las fauces sociales no hay juego limpio, pero sí muchos pedestales demasiado grandes para la estatua que soportan. El lenguaje y el ser no se pueden pensar sin el tiempo ni el espacio que dan forma a las ideas y construyen la personalidad individualpor lo que quienes comenten cualquier manifestación cultural fuera de contexto acabarán haciendo más ideología que historia. Este es el caso de los libros de estética que se limitan a ofrecernos un cándido reportaje meramente cronológico de obras o una descripción de la psicología del artista sin relación con su entorno social y económico. La visión metafísica del arte por el arte pretende convertir el medio en un fin con el objetivo de legitimar la máscara que usan las élites para decorar sus privilegios y convencernos de los beneficios que la desigualdad supone para el conjunto de la sociedad. El resultado es que nos acabamos identificando de forma acrítica con los retratados y reducimos la experiencia estética al gusto y a las cuestiones de estilo, “perdiendo uno tras otro pedazos de la herencia de la humanidad para empeñarnos en la casa de préstamos por la centésima parte de su valor, a cambio de la calderilla de lo actual” (Walter Benjamin). Richard Wollheim acierta cuando dice que “mirar el interior” de un cuadro exige pasar una hora aproximadamente delante de él para despojarlo de todos los prejuicios e ideas equivocadas que lleva asociadas. Es verdad que una vez depurado de teatralidad ideológica o emocional deberemos observarlo hasta que revele su verdadero contenido, pero sabiendo que tampoco este es ni debe ser aséptico
A estas alturas no es necesario decir que el presente ensayo recurre al materialismo histórico y a la dialéctica para desvelar los misterios sociales de la imagen artística como producto del trabajo de un artista que no es un ser ajeno a la realidad, evidencia cuya comprensión no está reservada a los marxistas. Los Diálogos de Platón nos muestran el surgimiento y desarrollo de las ideas a partir del intercambio de argumentos a pie de calle; Gregorio de Niza escribió en el siglo IV que el espíritu que produce en nosotros el privilegio del habla no habría sido posible sin que previamente las manos hubiesen liberado a nuestros labios de “la pesada y penosa tarea de la nutrición” y Hölderlin se refiere a nuestro ser social diciendo que “somos conversación”. El arte y ser humano están en tan permanente conversación consigo mismo y con su entorno como lo están los Diálogos de Platón, Don Quijote y Sancho Panza o Jacques el fatalista y su amo. Sin embargo, la departamentalización del saber pretende aislar la "ciencia estética" de unas relaciones sociales ya de por sí escasamente científicas. Todos estamos de acuerdo en que donde hay sociedad hay arte, pero se suele olvidar que el arte no es como los trípodes de Hefesto que sobre sus ruedas salen y entran por sí solos de los templos y los palacios. La producción estética tampoco hunde sus raíces en la naturaleza, sino que es el relato de su época y si esta no se comprende tampoco se entienden sus representaciones. La tragedia de Macbeth trata de la codicia, el poder y la culpa, pero también sirvió para legitimar la corona de Jacobo I como descendiente de Banquo. Veneradas, profanadas, perseguidas o censuradas en las redes sociales, las imágenes no son objetos inocuos, sino condensaciones de procesos sociales presentes y pasados que las hacen tan enigmáticas como la mercancía, forma elemental con la que se inicia El Capital. La imagen estimula el deseo, la piedad o el arrojo, pero también algo tan prosaico como el amor al comercio en la bolsa de valores tan celebrada en la pintura holandesa del siglo XVII. Más sutilmente, las distintas versiones que el propio Tiziano llevó a cabo de su Venus recreándose con el Amor y la Música son un ejemplo de la influencia que el mercado comenzaba a ejercer en temas tan aparentemente alejados del mismo como la desnudez o la mitología clásica. Apacibles o perturbados, reaccionamos ante los retratados como si fueran personas auténticas e incluso en ocasiones creemos que son ellos quienes nos juzgan desde su autoridad real o ficticia. Ya se trate de temas devocionales o desnudos, de personajes que nos miran de frente o rehúyen nuestra mirada, las imágenes ejercen una gran influencia sobre quienes las contemplan, de ahí las guerras entre iconoclastas e iconodóculos o que se recurra a ellas para sanar enfermedades incurables o propagar utopías. 
Las imágenes fueron un sustituto de las palabras cuando la gente no sabía leer, por lo que es razonable que internet las haya consagrado como lengua oficial de un tiempo en el que hablar de "neutralidad en la red" es un oxímoron y la verosimilitud de las imágenes se ha hecho irrelevante. No todas las imágenes son arte, pero tanto ellas como las palabras dan forma y contenido a las ideas, de ahí su constante ideologización. La distancia entre imagen y realidad se ha hecho tan grande que nuestro tiempo ya no es el del ser, sino el del parecer. Sometidas a la propaganda política y a la publicidad más insalubre, las imágenes y las palabras limpias que un día nos aliviaron abriendo nuestro entendimiento se han convertido en fetiches y en un obstáculo para la comprensión. Según Leo Löwenthal, “la comunicación se ha hecho imposible”.